Una bonita mañana de otoño. Las nubes rechonchas escondían a un sol perezoso, que bostezaba sin muchas ganas de brillar.
Las pocas hojas que aguantaban en las ramas de los árboles, se miraban resignadas, sabían que a todas, tarde o temprano, les iba a tocar lo mismo: caer al suelo. Pero la preocupación que tenían ellas no era la de caerse, sino lo que les vendría después.
Les gustaba fantasear entre ellas, charlando con el sonido bullicioso del viento de fondo. Se las podría comparar con unas viejas amigas sesentonas cotilleando en un café. Pues bien, entre muchas de sus fantasías, algunas deseaban volar, pero volar lo más lejos posible, llevaban toda su vida viendo el mismo paisaje, y querían descubrir lugares nuevos, inhóspitos, quién sabe, a lo mejor con otras hojas distintas a ellas.
Otra, sin embargo, soñaba con caer al río. Para ella era el mismo placer dejar resbalar por su cuerpo las gotas de lluvia. Le gustaba el olor que le llegaba de la tierra mojada, se sentía fresquita. Feliz. - "¿Qué mejor destino que estar siempre en el agua?" pensó. Así, le podrían pasar un montón de aventuras por vivir, conocer animales, otros lugares, pasear al lado de una barca y saludar al entrañable señor que espera con paciencia que piquen los peces... El agua, tan pura, tan cristalina, tan fresquita.. la sensación de flotar y dejarte llevar por la corriente, tranquila, sendero abajo.
A otra le encantaban los niños. Había observado durante meses como a los niños les chiflaba recoger las hojas secas del suelo. Siempre soñaba con formar parte de un gran mural en una clase de pequeños de 5 años. Todos los días estaría allí con ellos, sería parte de la belleza de esa clase, se reiría con las anécdotas y locuras de los pequeños chicos, bailaría al son de un pandero... o a lo mejor, ¿Quién sabe? podrían pintarla de colores y utilizarla para hacer estampaciones en cartulinas, estaría bien guapa de azul, rojo, verde, amarillo... eso estaría perfecto.
Pero una de ellas, no quería caerse. Le gustaba su rama, le gustaba el olor de la hierba que acariciaba las raíces. Le gustaba el camino que llevaba al lago. Ver a dos ancianos paseando del brazo, a dos adolescentes jugando a quererse tras el tronco de su árbol, dos amigos en bici que se cuentan confidencias entre pedaleo y pedaleo. Amaba el sonido del río que le pasaba por detrás, el humo de las chimeneas de las casas colindantes, escuchar las palabras de amor de los enamorados que se sentaban en el banco bajo el árbol... era siempre el mismo cuadro, en verano pintado de un color, en invierno y primavera de otros muy distintos, pero aquél lugar era su hogar.
A la tarde, cuando el sol volvía a bostezar, pero esta vez de puro sueño, tras un largo día de dar luz y calor a medio mundo, un viento fuerte, inesperado y desgarrador, pilló desprevenidas a las pequeñas hojas, ni siquiera tuvieron tiempo para despedirse. Salieron despedidas de un plumazo y en unos segundos, todas formaron parte de un gran remolino de otras hojas, bolsas de plástico, colillas, trocitos de ramas secas.... cuando terminó por fin el vendaval, se abrazaron y por un momento se alegraron de estar de nuevo todas juntas.
Escucharon un silbido, sí, alguien se acercaba tarareando una canción, de Bisbal o Bustamante, no se ponían de acuerdo... el caso es que los silbidos cada vez estaban más cerca y ahora que podían escucharlos con nitidez estaban convencidas, era una canción de Bisbal, aunque no supieran el título exacto. Entre tanto chismorreo y algunas incluso se unían a tararear con aquel señor vestido con un mono verde, notaron algo que les hacía daño, que las apretaba, algunas incluso se quejaban de dolor, porque se estaban desquebrajando. Aquel artilugio cada vez las apilaba más y con muy poco mimo. El señor de verde, tras hacer con ellas un gran montón, las encerró en una profunda oscuridad. Ese fue el último día que vieron bostezar el sol.